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Usted decide comprar una lapicera específica, asi que pasa por la librería y la consigue por veinticuatro pesos. "Uniball Signo, negra", pide. Esbelta, con un cuerpo de polímero transparente que deja ver su anatomía: un magnífico tubo de tinta negra espesa -esto lo comprobará con el uso- que ocupa con soberbia todo el diámetro libre de que dispone (si quiere puede comparar con la birome, que tiene en su interior un tubito de tinta tan famélico que el cuerpo contenedor es opaco, para ocultar esta desproporción infame). En el extremo superior del tubo un gel traslúcido parece oficiar de tapón móvil y permanente para la tinta, y usted sin duda piensa que este detalle reviste al artefacto de un porte ingenieril solemne. Mire las cosas que piensa.

Ahora está en su casa, y tiene sobre la mesa un cuaderno abierto, expectante, con dos hojas consecutivas en blanco. La lapicera nueva está en su mano derecha, y acaba de destaparla.

¿Qué compró en la librería? Por supuesto que una lapicera es la primera de las infinitas respuestas. Tal vez usted compró tinta: tinta almacenada, tinta empaquetada, una batería de tinta. En fin: usted fue y compró tal cantidad potencial de expresión gráfica. Inevitablemente termina pensando que esa tinta que contiene su hermosa lapicera está reteniendo una necesidad de descargarse de una vez y sin dosificaciones como un animal atado, por comparar a lo bestia y sin elegancia. En esta vorágine de pensamientos inconducentes usted acaba convenciéndose de que la lapicera está literalmente padeciendo una tensión y que ahora mismo puede abrirle el camino a la libertad, a la ansiada descarga de su sustancia y retorno al equilibrio.

Mírese ahora, usted que nunca fue impulsivo para dibujar, agitando la mano con la lapicera como si fuera ésta la que con su desesperación conduce a la mano. Traza círculos y espirales, formas que desconocen la rigidez de las esquinas y permiten un flujo constante del trazo. La tinta comenzó su epopeya y no hay manera de detener esta inercia salvaje, las fibras vegetales del papel reciben la baba negra en sucesivas capas de lineas colisionadas y cruzadas. 
En un momento, en la interfase de contacto entre su piel y el polietileno de la lapicera, ocurre una negociación fugaz: el trazo es frenético y caótico, pero hay un margen para la composición. Entonces usted pretende condicionar el resultado de este espectáculo insignificante, y decide que en algunos puntos del papel ya no pasarán más líneas, y que por otros sí. Por momentos entiende que la lapicera no es un animal con padecimiento, y que visto por otra persona, es usted alguien que simplemente raya con vehemencia un pobre cuaderno.

La tinta acaba agotándose, y ocurre un silencio solemne.

Se sorprende descubriendo que nunca había experimentado esta liberación instantánea de una lapicera en sus manos. Qué le parece, verse descubriendo estos ribetes tan prosaicos de la vida cotidiana. El ciclo de vida de una lapicera comprimido en unos minutos.

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